lunes, 25 de octubre de 2010

Un nuevo curso lleno de esperanzas...

Desde mi cumpleaños que no escribo... Diosss, ¡y yo que me había jurado a mí mismo hacerlo cada semana!

El tema es que de nuevo estoy aquí, en un nuevo curso, con un máster entre mis brazos, otro en proyecto y un doctorado que empezar, al tiempo que continuar con el libro que hace más de un año comencé y que no tengo tiempo de seguir escribiendo. Total, que no voy a tener tiempo apenas de nada, encima tengo que ir a un Congreso en Lisboa en noviembre para exponer mi trabajo de fin de máster (que por cierto me ha servido para ser elegido "Alumno Distinguido" del máster, y del cual tal vez trate este artículo).

He estado pensando en un tema que fuera interesante para esta entrada, pero realmente no encontraba nada, con lo cual he dejado el título en el aire. Aún así he tenido varios conatos de ideas que reflejar, como el pasado cuando vuelve a casa por Navidad, o la felicidad, o la impasible levedad del ser humano. Como se puede leer, temas bastantes complejos y filosóficos que bien pudieran atender a un estado de ánimo.

Pero mira por donde, rectificando lo escrito anteriormente voy a hablar de ese galardón que me han concedido, el ser "Alumno Distinguido" del máster cursado... que ya que no tengo abuela, al menos que me dé el gusto a base de golpes de teclado...

Aún no entiendo muy bien qué quiere decir eso, si es un premio que se concede a los empollones, lo cual no es mi estilo, o si realmente premia algo tan en desuso como es el esfuerzo.

Sea como fuere ha sido cuanto menos sorpresivo. Cuando se me comunicó lo único que salió de mi boca fue un "Bien, pero, ¿para qué me vale eso?", la contestación fue más bien somera, "Es un reconocimiento de la Universidad a los mejores expedientes". El tema es que supongo que hay un acto, una entrega de diplomas, una comida y a casa.

No quiero darle mayor importancia que la que realmente tiene: si hay algo por lo que me siento orgulloso de lo realizado durante el último año ha sido mi capacidad de sacrificio. Una capacidad que muchos jóvenes rechazan aún teniendo todo el tiempo del mundo, y que para ser sincero, es muy difícil compaginar con un trabajo sobre todo psicológico como es el de los niños.

Si algún día inventan la máquina para volver atrás en el tiempo no haría otra cosa que aprovechar mi tiempo, dedicarme a lo que realmente me gusta, y no vivir como muchas generaciones hacen ahora teniendo mucho, muchísimo tiempo libre: somos lo que nos planteamos ser, nada más...

Alguien podrá decirme en mi contra que no siempre se cumple esta premisa, ya que hay muchísimas condiciones "externas" que no siempre son favorables. De acuerdo, pero... ¿en toda una vida no podemos alcanzar el ser lo que realmente queremos ser?

Este año he hecho la prueba de fuego con mis alumnos, poniéndolos a prueba y, como es habitual en mí, haciendo que piensen y razonen. La historia era sencilla: ver cómo disponen de su tiempo libre.

Les propuse para ello hacer una cuenta atrás de un día cualquiera en sus vidas: tienes de posesión 24 horas. Vamos a ir restando todas las "obligaciones" que tenéis y vamos a planificar cómo podemos vivir con lo que nos queda.

De 24 horas de un día, quitemos 8 ó 9 horas de sueño. Bien, nos quedan, haciendo esa simple resta, 15 horas, de las cuales restaremos 1 ó 2 en comer, y 5 clase. Como resultado nos quedan 7, tirando por lo alto. Ese es el tiempo que se tiene para uno mismo, ahora bien: ¿en qué se emplean esas horas?

Vamos a suponer que tenemos 2, o incluso 3 de juego. Podríamos decir incluso 4 viendo la tele. Nos quedan 3... ¿Estudiamos esas 3 horas? Por supuesto que no, de hecho, cojamos 1 hora de estudio o tareas, nos quedarían aún 2 que están en "punto muerto".

Al final les comenté que de la misma manera que en el colegio tienen un horario, y que cumplen a rajatabla, ¿por qué no hacen lo mismo con esas 7 horas en las que cabe de todo, ocio y estudios incluidos?

Me costó mucho mucho sacrificio sacar adelante mis últimos estudios. De hecho llegaba del colegio, comía, y acto seguido me iba a las clases presenciales hasta las 9'30 de la noche. Llegaba a casa, me daba una ducha, y cenaba. Tenía una media hora para ver la tele, y luego me disponía a estudiar y a realizar los trabajos que tanto trabajo costaban y tiempo quitaban.

Los mejores días acababa a las 3'30 de la mañana. Me despiertaba a las 7, y vuelta a empezar, día tras día y semana tras semana.

Este es el verdadero premio, la capacidad de haber sido capaz de poder organizarme para que todo tuviera cabida en mi caos personal. Algo tan sencillo que me ha servido más que un reconocimiento público en un acto de los que tanto odio asistir y al que no tendré más remedio...

Así que el briconsejo de hoy creo que está claro: cuanto más pensemos que nuestros días deberían tener 40 horas, y solo disponemos de 24, hacer un buen racionamiento de ellos es la mejor solución. Y todo, absolutamente todo lo que nos propongamos estará a nuestro alcance.

PD: Todo, salvo gastar el dinero en la primitiva, que está claro que no está hecha para mí (aunque para ser honesto, tampoco juego).